Descripción
FLAMENCOS EN EL PRADO
La colección de El Prado no es sólo una acumulación de obras maestras, como las que nos pueden ofrecer otras ilustres galerías del mundo. Es, además, el fruto de nuestro proceso histórico y cultural, una síntesis de la historia y de la tradición artística de una de las culturas más importantes del mundo, la hispana.
Les proponemos una serie de visitas transversales por las escuelas pictóricas mejor representadas del Museo, lo que, en muchos casos, significa conocer algunos de los conjuntos conservados más importantes del mundo. La razón de esta abundancia es sencilla: detrás de cada uno de estos segmentos hay un fragmento nuestra historia que justifica su amplitud y calidad.
Continuamos con nuestro método de comprender las obras de arte como expresión de un contexto histórico y cultural y, en este caso, partiendo del hilo argumental de la evolución artística de cada una de las escuelas de pintura y maestros mejor representados en el Museo.
Empezar por los pintores de Flandes, los flamencos, es obligado. La premisa de partida es simple, la colección del Museo de pintura flamenca desde el siglo XV al XVII es absolutamente excepcional y apabullante.
No es mala justificación, pero hay algo más que repercute en nuestra propia tradición pictórica. La primera vez que en la historia del coleccionismo pictórico español se optó por una determinada propuesta, fue precisamente por la surgida en Flandes durante el siglo XV.
Desde la rica Valencia a la docta Salamanca, o desde la vetusta Toledo a la industriosa Sevilla, el arte de Flandes corrió como pólvora prendida, alumbrando las obras de nuestros primeros pintores ilustres.
Llegó luego el tiempo en el que los enlaces políticos, urdidos mediante matrimonios, aunaron los destinos de la recién nacida España con los de Flandes. Desde la reina Juana I, y definitivamente con su hijo Carlos, los grandes maestros flamencos quedaron ligados a la corona española.
La monarquía nacida con el joven Carlos asumiría el Renacimiento italiano como lenguaje universal, pero otorgó a las propuestas artísticas flamencas un carácter emblemático de la dinastía Habsburgo-Trastámara.
Se abría entonces un proceso de doscientos años de coleccionismo y mecenazgo que nos legaría una herencia en buena parte conservada en El Prado.
Desde El Bosco a Rubens, estos pintores fueron culturalmente flamencos pero miembros políticos de la Monarquía Hispánica. No es de extrañar que sus obras tengan una presencia tan extraordinaria en el Museo, ya sea merced al coleccionismo o a los encargos hechos por los monarcas españoles.
FLAMENCOS EN EL PRADO II, DE EL BOSCO A PIETER BRUEGHEL «EL VIEJO»
Fruto del coleccionismo regio, concretamente de Felipe II, procede la colección de obras de El Bosco conservada en España, la más importante del mundo.
El Prado conserva la mejor colección de obras de este raro maestro, tanto por cantidad como por calidad. La mayoría proceden de la Colección Real y llegaron desde El Escorial, donde Felipe II reunió la primera gran colección de sus obras. El rey prolongaba un gusto comenzado casi un siglo antes por su familia. En 1504 su abuelo Felipe “el Hermoso”, marido de Juana I de España, ya había encargado a El Bosco un tríptico representando un Juicio Final. Su tía abuela, Margarita de Austria, tenía en su galería de pinturas en Malinas unas Tentaciones de San Antonio.
La nobleza flamenca y española siguió los pasos de sus señores: El Jardín de las Delicias fue encargado por Engelbrecht II de Nassau. Su sobrino Enrique III, desposado con Mencía de Mendoza, tenía una copia de El carro del heno.
La inclusión de los Países Bajos en la herencia de Felipe II aumentó las relaciones de funcionarios, humanistas y nobles españoles con Flandes. Muchos pasaron allí parte de su vida y formaron pequeñas colecciones. Es el caso del humanista Felipe de Guevara cuya admiración por El Bosco le llevó a adquirir obras como La extracción de la piedra de la locura y otro ejemplar de El carro del heno.
La selecta clientela de El Bosco explica dos claves fundamentales de su obra.
La primera, que su extravagancia y dificultad, tan atractivas al gusto moderno, le alejaban de la comprensión general y reducían su público a una elite con la formación necesaria para interpretar sus contenidos. Sus obras no parecen haberse concebido para la exposición pública en una iglesia, más bien dependen del ámbito de los oratorios privados, lugares de meditación e intimidad religiosa.
En segundo lugar, y en consecuencia, no son obras de devoción piadosa, como la mayoría de imágenes religiosas flamencas, sino de reflexión moral y reprensora.
Felipe II comprendió esta dimensión intelectual, adquirió todas las obras que pudo, y las depositó en sus aposentos privados de El Escorial, su fundación más espiritual. El tiempo desdibujó los códigos para su comprensión e hizo creer a algunos que eran obras heréticas, pero El Bosco fue un ortodoxo católico aunque aún nos sorprenda, por ejemplo, el erotismo onírico de El Jardín de las Delicias, fruto de su contemplación desde los parámetros y obsesiones de nuestro tiempo.
Objetivamente, poco sabemos de su autor. Jeroen Anthonissoen van Aken nació hacia 1450 en ‘s-Hertogenbosh, actual Holanda, por entonces parte de los Países Bajos españoles. Allí pasó toda su vida, creció, se casó, abrió su taller y realizó sus obras, hasta rendir sus días en 1516. Fue hijo y hermano de pintores, una familia originaria de Aquisgrán, aunque asentados en Holanda mucho antes de su nacimiento, por lo que culturalmente fue ciudadano del Ducado de Brabante.
El uso del alias con el que firmó algunas de sus obras pudo estar motivado precisamente por la existencia de ese taller familiar en el que seguro se formó como pintor. El apellido, como marca comercial, era privativo del primogénito que heredaba el taller, y por ello Jerónimo debió buscarse su propia marca, pues no era el primogénito.
La documentación es poca y poco elocuente como para construir una biografía artística, pero sabemos que se caso con la hija de una rica familia comerciante, llamada Aleyt, y que esto le ayudó a su independencia económica y comercial respecto al taller de los van Aken, que quedaría en manos de su hermano.
Las obras realizadas colectivamente con su familia para la catedral local, en construcción por entonces, pronto dieron paso a otras más personales con las que comenzará la fama de “El Bosco” y el olvido de los van Aken.
De su buena posición da cuenta su membresía en la Ilustre Hermandad de Nuestra Señora, un espacio religioso laico bastante elitista que le pondría en contacto con su particular clientela. Precisamente, el valor conceptual y religioso de su obra, se entiende mejor si le situamos en el contexto de los círculos intelectuales y humanistas locales.
Hemos de considerar que el propio Erasmo había estudiado en Bolduque (nombre en español de ‘s-Hertogenbosh), y en los que la llamada “Devotio moderna” daba comienzo a las ideas reformistas dentro del seno de la Iglesia.
Su estilo recuerda a la elegancia de Memling, especialmente en el tríptico de La Adoración de los Magos conservado en El Prado, pero sus fuentes son más amplias que las de los pintores flamencos contemporáneos.
La miniatura, las orlas marginales de los libros miniados e incluso el bestiario fantástico de la escultura gótica, depositado en sillerías de coro o impostas de edificios, irrumpen con fuerza en sus obras, dando el salto desde la marginalidad al primer plano.
La influencia de grabados de maestros germanos, como Schongauer, introducen cierto gusto por el patetismo, lo grotesco y lo histriónico que se filtra y sintetiza en una estética muy personal. En este aspecto, su obra parece empatizar más con pintores como Matthias Grünewald que con Memling o Gerard David.
Sin embargo, El Bosco supo mezclar la tradición del imaginario y del patetismo gótico, junto a un populismo a veces agrio y poco decoroso, con el brillante lenguaje pictórico de los pintores flamencos más refinados.
Jeroen Anthonissoen van Aken falleció el 9 de agosto de 1516 en el mismo lugar donde nació: ‘s-Hertongenbosch, también llamada Den Bosch en holandés, o Bolduque para los españoles. Este peculiar pintor quiso, como aquel otro visionario caballero manchego, añadir al suyo el nombre de su patria y firmó sus obras como “Iheronimus Bosch”. Jeroen se esfumó en la memoria dejando paso a El Bosco, del mismo modo que Alonso Quijano se solapó tras don Quijote, paralelismos entre identidad y alteridad que siempre es estimulante evocar.
Para hablar de El Bosco hay que contar con El Prado. El Museo guarda su obra maestra, El Jardín de las Delicias, pero también un conjunto de piezas, entre las mejores de su producción, que ilustran a la perfección su arte y sus intereses. Ningún otro museo puede ofrecer esta oferta.
Un mérito honesto, como casi todos los de El Prado, pues las obras proceden del interés excepcional de un individuo, Felipe II, que las coleccionó y reunió unas décadas después del fallecimiento del pintor.
Nos encontramos ante uno de los creadores más singulares de la historia, con una producción corta, con una clientela muy selecta y una obra ajena a los convencionalismos de su tiempo. Un autor a caballo entre la Edad Media y la Edad Moderna, tomando de la primera el lenguaje formal y de la segunda el una semántica propia ya del humanismo moderno nórdico.
Hoy, El Bosco sigue atrayendo nuestras miradas y ha sido sujeto de todo tipo de elucubraciones y teorías para intentar comprender “su mensaje”. Desde la perspectiva del hombre contemporáneo su obra parece una invitación a la subjetividad y a la fantasía, pero esas coordenadas son absolutamente impensables en su tiempo.
Nos proponemos poner algo de luz en el hermetismo resbaladizo de este artista y su obra. Apelar a un juicio racional opuesto a aquel otro moral al que El Bosco sometió a los pobladores, más o menos agraciados, de sus obras, condenándolos casi sistemáticamente a sufrir las penurias infernales.
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VISITAS EDUCATIVAS AL MUSEO DEL PRADO
En Vademente entendemos que la docencia se ejerce también más allá del aula, por lo que nuestras visitas educativas son parte esencial de nuestras propuestas.
¿Cuántos museos hay en Madrid? ¿cuántos conoce? Lo más importante, en realidad, es saber ¿cuánto hemos aprendido visitándolos?.
Para Vademente, un museo es, ante todo, un espacio de enseñanza, de estudio y de conocimiento. Los museos son los herederos del “Museion” de Alejandría, la casa de las Musas a donde se iba a aprender artes y ciencias.
Por ello, diseñamos nuestras propuestas considerando que cada museo es un aula. Que cada clase en sus salas es una posibilidad de aprender en contacto directo con aquello que nos interesa.
El Museo del Prado es una de las pinacotecas más importantes del mundo. Quienes realizamos nuestra labor docente en Madrid tenemos el privilegio de poder explicarlo poco a poco, por partes.
Esto nos permite proponer recorridos transversales, por temas, por escuelas, por maestros, por épocas; y, además, hacerlo en grupos pequeños para facilitar el trabajo de análisis, observación e intercambio entre participantes y profesor.
Esta es nuestra propuesta: extraer del Museo todos los contenidos posibles. Hacerlo con calma, por partes, en grupos pequeños, priorizando la calidad y el aprendizaje.
Limitando el número de participantes a 7, más el profesor responsable, favorecemos que la actividad sea más cómoda y más personalizada. Pretendemos facilitar, además, la participación, el análisis colectivo, la observación detenida y el intercambio, actividades propias del trabajo docente que en una visita multitudinaria no tienen cabida.
También evitamos el límite de tiempo concedido a los grupos, siempre compuestos por nueve o más personas. De este modo, podemos ampliar nuestra visita hasta dos horas para realizarla con calma y sin presión.
Al no conformar un grupo también podemos dar libertad a cada participante respecto a la forma de ingreso. Muchas personas tienen descuentos, por distintas circunstancias, o incluso gratuidad, que entrando como grupo no son computables.
Por ello, en estas visitas para grupos reducidos, no incluimos la entrada y cada participante puede acceder como más conveniente sea en su caso.
Hemos convocado una serie de visitas repetidas sobre un mismo contenido, pero en caso de que la demanda de una actividad fuera alta, organizaremos más visitas en otra fecha. Para ello generaremos una lista de espera en la que el turno será el del momento de recepción de la inscripción.
Nuestro punto de reunión será, consecuentemente, dentro del Museo. En concreto en la Sala de Las Musas, un espacio renovado hace unos años para funcionar como gran punto de reunión y vestíbulo del Museo.
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